A cuarenta años del comienzo de la democracia, el divorcio entre la gente y los dirigentes es un virus que corroe el tejido institucional y que parece no tener cura frente a la crisis que enfrentan la coalición de gobierno y Juntos por el Cambio
La clase política vio los festejos por televisión y sólo tuvo posibilidad de postear su sonrisa y su cargo en las redes sociales. Todos los dirigentes del país -al margen de la ideología, pertenencia partidaria o status institucional- fueron repelidos por la sociedad que protagonizó una fiesta popular inédita en la historia de los cuarenta años de la democracia.
Si se sumara la cantidad de gente que participó en la asunción de Raúl Alfonsín en 1983, las movilizaciones contra la rebelión militar en Semana Santa, el estallido de 2001 con la caída de Fernando de la Rúa, la despedida de Cristina Fernández de Kirchner antes de abandonar la Casa Rosada, la arremetida de Mauricio Macri cuando se acercaba su ocaso en Balcarce 50 y el acto de Alberto Fernández para recordar sus tres años como Presidente no se llega a los cinco millones de argentinos que cantó, lloró y se abrazó en las calles del país para rendir tributo a la Selección Nacional que trajo la Copa Mundial desde Qatar.
Es una paradoja histórica que interpela a Alberto Fernández, Cristina Fernández de Kirchner, Sergio Massa, Horacio Rodríguez Larreta, Mauricio Macri, Patrica Bulrrich, Gerardo Morales y Javier Milei, entre otros integrantes de la clase política que jugarán su poder y su ambición política en este año de elecciones presidenciales.
La pasión popular de la Argentina -el futbol- excluyó a sus dirigentes en su momento de éxtasis y gloria. Y esa exclusión ejecutada por Lionel Messi, el resto de los jugadores y la sociedad que por un momento se mostró feliz, no fue hecho casual. A su manera, Alberto Fernández, Cristina, Massa, Rodríguez Larreta, Macri, Bullrich y Milei quisieron participar de la fiesta, pero la gente puso bolilla negra y apeló al derecho de exclusión.
Esa revancha de la sociedad, representada por cinco millones de argentinos, le recordó a la clase política que cruzan el desierto todos los días, que no llegan a fin de mes, que no entienden los códigos encriptados del Palacio y que, en definitiva, están hartos de ver cómo sus hijos se frustran, sus sueños se secan y que el poder solo calienta en las veinte manzanas que rodean a la Plaza de Mayo.
Es cierto que la clase politica no conecta con los protagonistas más jóvenes de la sociedad. Pero esa anomia no tiene como única causa que los dirigentes entienden poco de Tik Tok, Instagram o de los jueguitos de la Play. Los referentes institucionales pasan sus horas preservando sus espacios de poder y cruzando declaraciones que ningún argentino lee cuando viaja colgado de la puerta del tren Sarmiento.
La decadencia es unilateral. Los dirigentes descubrieron que no podían participar del festejo de los Cinco Millones de Argentinos cuando la ceremonia popular estaba en apogeo. Y ese descubrimiento -tardío y complejo para el sistema democrático- ocurrió porque la sociedad ya había asumido cómo es la mayoría de su clase dirigente: endogámica, paternalista, fracturada, y alejada de los sueños que laten de norte a sur.
Resulta verosímil que apenas unos miles -de los cinco millones de argentinos que cantaban “Muchachos”- puedan explicar las diferencias políticas entre Alberto Fernández y Cristina, o las distintas perspectivas electorales de Macri, Rodríguez Larreta y Bullrich. Pero todos aquellos que tomaron la ciudad hace once días, entienden que esas pujas por el poder les complica la vida cotidiana.
Y por eso, los principales dirigentes tienen una imagen pública limitada y los niveles de confianza en la democracia cayeron irremediablemente. Pocos saben qué hay en el Cuarto Piso del Palacio de Tribunales, sin embargo, jamás se atreverían a sostener que los fallos de la Corte Suprema se pueden desconocer.
Esa actitud por afuera de la norma afecta la credibilidad de Alberto Fernández y CFK, que en definitiva, son el Presidente y la Vicepresidente de la Nación. Como creer en dos líderes políticos que desconocen a la Corte, mientras que en el planeta tierra la sociedad desea que la justicia resuelva de la mejor manera sus entuertos cotidianos.
Y los dos pagaron el día de la fiesta popular: Alberto Fernández no tuvo a la Selección en Balcarce 50 y Cristina renunció a una posible cercanía cuando el plantel soslayó a su ministro Eduardo “Wado” de Pedro al llegar a Ezeiza desde Qatar.
Ante la afrenta de Messi y su equipo, ella consumó una venganza mínima y surrealista: ofreció un discurso desencantado en un gimnasio ocupado con invitados especiales, y escasa gente en las calles, que su intendente de Avellaneda bautizó Diego Armando Maradona.
La palabra “sobre” es sencilla de explicar, y su cita en un chat hackeado debería haber gatillado una decisión de poder, sin dejar de repudiar la violación a la intimidad. En el mundo político, la inocencia paga al final. Primero hay que dar un paso al costado, y si hay sentencia judicial a favor, es posible volver al Gobierno con el honor a salvo.
En cambio, si se invierte la ecuación de la norma política, la pulseada y el titubeo torna más opaca la imagen que la sociedad tiene de los dirigentes. Y en esta lógica, frente a los chats que mencionan al ministro Marcelo D´Alessandro, el jefe del Gobierno porteño comienza a pagar un precio ante la sociedad.
A pocos meses de cumplir cuarenta años de democracia, las emociones son ambivalentes. Hay un festejo -nostalgioso- por la derrota de la dictadura y el comienzo de la libertad, pero se reconocen las asignaturas pendientes.
La clase política se representa a sí misma y es olvidada por cinco millones de argentinos que festejaron un acontecimiento popular que les atravesará la vida para siempre. Esa distancia entre los dirigentes y la sociedad es una señal que exhibe la debilidad del sistema democrático.
Ese es el legado que deja el 2022, el año que nos dio una alegría a todos y desnudó la peligrosa soledad de la clase política.